Genius loci
No es infrecuente que lo que se improvisa resulte más sabroso que lo preparado a conciencia; a su favor cuenta con ingredientes como la espontaneidad y la sorpresa que suelen faltar en lo deliberado. Sorpresa fue, y sumamente grata, la “fusión” con los veteranos de la Schola. Allí estaban puntuales, bienhumorados, acogedores, plenos de vitalidad, luciendo esa “cruda viridisque senectus” que más de uno con menos años quisiera para sí. El “humus” comillés hizo posible que de inmediato brotase un trato natural, como entre conocidos de toda la vida. Juntos, recorriendo lo restaurado, concelebramos la liturgia del recuerdo. Cotejábamos lo que teníamos ante los ojos con la estampa que guardábamos en la memoria. La imaginación devolvía al vestíbulo la cristalera de la portería en cuyo interior Mariano se movía como un pez rechoncho con bigotillo de época, y reponía al pie de la escalinata el busto lívido del marqués al que la alegre —e incomprendida— misericordia de unos de Preu quiso librar de su frío marmóreo abrigándole con una cazadora y una gorra carlista. No hacía falta hablar. De repente todos éramos porosos, permeables; nos sentíamos diluir en una cálida sustancia común que nos rodeaba como un vaho —y no me refiero al que desprendían nuestras ropas mojadas por la llovizna—. La emoción se difundía fácil despertando calladas gratitudes, pues todos ya tenemos visto cómo los recuerdos van adquiriendo con los años el carácter incompartible de los sueños y cómo el recordar se nos convierte a pesar nuestro en un ejercicio de soledad. Fue, la jornada del 17, una jornada doblemente coral: porque se cantó a coro y porque se recordó a coro. Se cantó y bien, con emoción verdadera, contagiosa. Es cierto que las voces habían cambiado de color: las blancas de antaño son oscuras y profundas hogaño, pero no hay duda de que los artesonados remozados del paraninfo reconocieron en ellas la antigua vibración. Los “silentes” a nuestro modo también cantamos dejándonos absorber por la melodía, que nos aliviaba un poco de la fatiga de ser individuos. ¿Fue un espejismo? Tal vez; pero ¿qué no lo es? Pienso que a todo esto no fue ajena la magia del lugar. El “genius loci” fue con toda certeza el oficiante invisible de la humilde teurgia que allí tuvo lugar el sábado 17. El collado de la Cardosa, por mustio que esté, conserva íntegro el carácter sagrado que la infancia imprime a los lugares en que transcurre. Para nosotros es un “témenos”. El lugar sí que importa, pues. Lo de Madrid fue un encuentro —grato, sin duda, y exitoso—; lo del sábado aquí, sobre ser un encuentro, fue un regreso (“nostos”). El héroe que en secreto es cada uno para sí mismo vio cumplido el requisito sin el que ninguna trayectoria puede darse por completa. Volviendo, la conciencia consigue la curvatura que nos permite releer con ojos pausados los días vertiginosos de la adolescencia y posar la mirada —la mirada clara y sosegada que da la edad— en lugares y objetos por los que el hambre de futuro nos hizo pasar de puntillas. El día entero fue un continuo trajín de idas y venidas del recuerdo al presente y viceversa. La fecha parecía haber sido escogida a propósito, pues un día similar de mediados de septiembre subimos por primera vez, hace cincuenta y un años, la serpiente de la Cardosa, bajo un cielo también encapotado y frente al mismo mar silencioso y plomizo, empeñado, él sabrá por qué, en disimular su presencia. No es de extrañar, pues, que cundieran episodios proustianos suscitados por olores y vislumbres imprevistos. Esa parece ser la atinada estrategia que guía el video de Ramón y la orla de Angel: entreverar imágenes antiguas y recientes para que produzcan chispazos, ecos, estremecimientos, esas fusiones que cristalizan en diamantes de tiempo en estado puro. Disfrutamos viéndolo, discutiéndolo y yéndonos por los cerros de Úbeda (José Pedro), ya que le teníamos a mano. Como éramos menos —menos que en el encuentro de Madrid, quiero decir—, tocamos a más: más conversación, más cercanía, más espacio y más tiempo. Y detrás de todo, la presencia tutelar, eficiente, incansable y discreta de Alejandro. Gracias.
Alfonso Fernández Alonso (“Ligorio”)
23 de septiembre de 2011 |